Son innumerables las veces
que hemos escuchado o nos hemos hecho la pregunta "¿Y dónde es que está
Dios?". Es evidente que esa expresión puede tener distintas connotaciones.
A veces, es fruto de duras crisis causadas por malas noticias, por situaciones
dolorosas, por injusticias. A veces se la hace en un tono desafiante y sobrador.
Me incomoda y, con seguridad
no soy el único, cuando se hace esa pregunta en tono retórico y burlón. Ahí es
cuando prefiero evitar la palabra; cuando en nuestra moderna arrogancia de
querer comprenderlo todo nos hacemos daño a nosotros mismos y enrarecemos el
ambiente.
Soy un tipo que suele evitar
discusiones acaloradas sobre la Fe, la política, la economía y la ética.
Prefiero intercambiar criterios; escuchar la opinión del otro sin sentir que se
me quiere imponer una visión y exponer mis ideas sin pretender cambiar al que
me escucha. Y es que cada persona tiene sus propias convicciones, que son
producto de sus experiencias, de su educación familiar, de su contexto
histórico. Carece de sentido enfrascarse en tires y aflojes que solo alejan a
las personas del entendimiento.
Así pues, huyo del
escepticismo burlón, porque es totalitario, porque no escucha, porque es
contagioso y, sobre todo, porque estoy convencido de que tener fe es confiar,
confiar es esperar, esperar es tener esperanza. Y en definitiva, la confianza y la esperanza son elementos
indispensables para ser feliz y para que la sociedad funcione de una mejor
manera.
En efecto, la confianza, la esperanza, otorga, desde paz interior hasta rapidez y eficiencia en los procesos más
cotidianos y terrenales. Por eso, entre otras cosas, es que prefiero huir de
quienes, con mala intención, buscan romperla, no ya en lo
estrictamente espiritual sino también en lo mundano.
Sin embargo, por esta vez,
he decidido no hacerlo, pues me ha emocionado hasta las lágrimas descubrir que
Él estaba ahí. En la cama de ese hospital. En la sonrisa de ese enfermo. En
esa fe inquebrantable. En esa fuerza sobrenatural. En el amor, el dolor y la
paciencia de sus padres.
Mejor que nunca entendí porqué
Francisco nos pide a gritos que salgamos a la periferia, donde están los
enfermos, los pobres, los olvidados. Comprendí que la periferia no es
estrictamente geográfica ni socioeconómica, muchas veces está más cerca de lo
que se piensa. Así como tampoco es una cuestión de misericordia hacia ellos,
sino hacia nosotros mismos.
Ha sido la primera vez y,
espero que no la última, en que no necesité tener fe, no necesité confiar:
porque lo toqué, lo sentí y lo vi. Fue un privilegio que reconfortó mi corazón,
lo llenó de gozo, y sería un acto de egoísmo no expresarlo en palabras y no
compartirlo.
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