En 1870 Jacob Burckhardt publicó su
célebre obra titulada “La crisis de la historia”. En ella advirtió, con
pesimismo, que la nueva cultura de masas estaba provocando una peligrosa tendencia
a la simplificación de la realidad.
Los matices empezaban a resultar incomprensibles en los nuevos esquemas de pensamiento; la mayoría iba imponiendo sus gustos y criterios, provocando una feroz despersonalización de los ciudadanos.
Los matices empezaban a resultar incomprensibles en los nuevos esquemas de pensamiento; la mayoría iba imponiendo sus gustos y criterios, provocando una feroz despersonalización de los ciudadanos.
El autor señaló que en un futuro
no muy lejano, socialismo y estatismo se unirían para acabar con la libertad y,
los súbditos sometidos, convertidos en hombres-masa, buscarían la salvación en caudillos
mesiánicos. Aquellos líderes del siglo venidero –auguró Burckhardt– serían
terribles simplificadores de la realidad y usarían a las masas uniformadas como
telón de fondo para los totalitarismos.
La obra de Burckhardt es una
pieza verdaderamente profética que alcanza incluso nuestros días. En las
grandes guerras del siglo XX, la publicidad aprovechó esa mentalidad generalizadora
para ensalzar el odio entre grupos étnicos y entre opciones políticas,
provocando las más cruentas atrocidades que la humanidad pudo cometer. Y, hoy,
sin duda, los discursos sin contenido, cargados de violencia y de
generalización siguen a la orden del día, encendiendo pasiones que conducen a
países enteros a la polarización y al abismo.
Tal es el caso venezolano, cuyos
gobernantes no hacen más que manipular conceptos como fascismo, burguesía e
imperio para ocultar problemas complejos, como el caos económico, la
inseguridad ciudadana, la escasez de productos y de oportunidades; les resulta
más fácil vaciar de contenido a las palabras y llenar de odio a los corazones.
Así pues, bajo esa lógica
simplificadora, los estudiantes venezolanos son fascistas violentos, pero no
mencionan que sus únicas armas son pancartas, redes sociales y energía para
cambiar el desastre que están heredando. Son violentos que, paradójicamente,
ponen los muertos, ponen los torturados y la angustiosa impotencia que provoca
la represión y los oídos sordos.
Son muchos los que han despertado
contra los terribles simplificadores de nuestro tiempo. En la medida en que esa
lucha se mantenga en la senda del discurso unificador y pacífico, pero firme,
no habrá tirano que pueda detenerla.
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