“El bienestar de una nación, así como
su capacidad para competir, se halla condicionado por una única y penetrante
característica cultural: el nivel de confianza inherente a esa sociedad” Francis Fukuyama.
La confianza es
uno de los activos más importantes con los que cuentan las organizaciones
(empresas, asociaciones civiles, incluso países) para alcanzar la prosperidad. Generar
confianza no es algo sencillo y perderla, por el contrario, es muy fácil. Por supuesto,
no se trata de cerrar los ojos y confiar a ciegas, eso sería caer en la
inocencia y terminar perjudicado. Bien dijo Ronald Reagan “Trust but verify”.
Existen ejemplos
preciosos de “confiar pero verificar”. El transporte público en países como Alemania
o Austria nos demuestra que es posible alcanzar la excelencia mediante el
control por muestreo y no a todo el colectivo. En dichos países no existen los
controles electrónicos o humanos para acceder a los metros o autobuses. La
gente simplemente accede a ellos y, muy de vez en cuando, alguien de incógnito
revisa que los pasajeros hayan pagado sus pasajes. Se aplica una lógica basada
en la siguiente evidencia: la mayoría de la gente no es pícara. Los que
vulneran la norma siempre son minoría y el resto no tiene por qué pagar los
platos rotos.
El no aplicar la
verificación implica la posibilidad de caer en el efecto perverso de la
confianza, que es el abuso de ella para conseguir el beneficio propio o el de
un grupo selecto. El emblemático caso de la corporación Enron es un referente
de aquello; un puñado de “brillantes” ejecutivos aplicó la confianza a ciegas en
un grupo cerrado para su propio beneficio, ocasionando una catástrofe en la
empresa que tuvo repercusiones públicas e internacionales debido a las
magnitudes de los daños económicos que generaron.
Por eso, el
profesor Alejo Sison, en su libro “Liderazgo y Capital Moral” nos dice que la
confianza debe complementarse con el capital moral, que es básicamente la
práctica de las virtudes clásicas: la prudencia, la justicia, la fortaleza y la
templanza. Sison nos recuerda que las mafias y grupos irregulares gozan de
amplios niveles de confianza, códigos y honorabilidad que cumplen a rajatabla. Si
bien es cierto que la confianza permite grandes avances en la búsqueda de la
prosperidad y competitividad, ésta debe estar regida por valores universales
que pongan freno a pasiones y vicios humanos.
Estos días,
hemos visto salir a la luz un caso de fraude en una institución financiera
local, que vulneró todo tipo de controles que existen en esta industria, probablemente
la más formal y regulada del país. Esto, por supuesto, resulta ser un varapalo
para nuestro escuálido y precario sistema de confianza y un motivo más para entender
que el fraude no se lo evita simplemente creando regulación.
Así pues, es
totalmente racional y comprensible que a la gente le cueste confiar en sus
gobiernos y sus instituciones, en sus socios y proveedores, en sus bancos y funcionarios.
Pero, lamentablemente, es esa misma gente la que finalmente vive ahogada en
normas, procesos y costos de transacción muy difíciles de soportar.
Las
consecuencias son evidentes: tenemos una economía ampliamente informal y
sufrimos una ineficiencia crónica en nuestras instituciones públicas y privadas,
mientras igualmente existen personas con la habilidad y voluntad que les
permiten burlar sistemas enteros (híper regulados o no).
Sin duda, nos
falta educar en virtudes, confiar más y tener mejores sistemas de verificación para
no perjudicar a la mayoría que no guarda malas intenciones. Y por último, pero
no menos importante: necesitamos ser más severos con las sanciones para los que
rompen las reglas del juego y deterioran la confianza, porque atentan contra un
elemento clave en la construcción de nuestra prosperidad.
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