Póngame
chiquitano –le dije –. Joven usted no es chiquitano –me respondió –. Soy,
además cómo puede saber qué es uno a ojímetro –insistí –. Bueno ya, pero que conste,
usted lo pidió –me advirtió como si
estuviera cometiendo un error –. Hace unos días fui a renovar mi carnet de
identidad y me despertó la curiosidad ver que entre los datos que llenan los
funcionarios hay un apartado de “identificación cultural”. La señora que me
estaba atendiendo puso por defecto “ninguno”, lo cual no me agradó, porque la
categoría mestizo y la riqueza que conlleva, en definitiva, no es lo mismo que
ninguno. Además, me parece de muy mal gusto etiquetar a los ciudadanos de un
país por etnia o raza, considerando las heridas que han ocasionado ese tipo de prácticas
en pasados no tan lejanos.
A
decir verdad, me gustó la idea de tener mi carnet con identificación cultural
chiquitana e insistí en que así sea, porque soy un admirador de la obra
jesuítica y de la nobleza de la gente que acogió e hizo posible sus proyectos
con trabajo duro, aceptación de una nueva religion, aprendizaje de música,
arte, trabajo de la tierra y aplicación de un sentido de comunidad sui generis.
Sin embargo, deseé tener mi carnet con identificación cultural chiquitana,
porque encarna un ejemplo de contradicción en el juego que los ingenieros
sociales practican en nuestro país: que consiste en ignorar que somos una
sociedad diversamente mestiza.
En
efecto, lo que llamamos cultura chiquitana es producto de una preciosa mezcla
de la tenacidad y espíritu aventurero de la orden jesuita y la apertura de las
gentes de la zona, que incluso entre ellos tenían diferencias idiomáticas y
culturales. Los jesuitas acuñan el termino chiquitano y aprenden la lengua
predominante para, basada en ella, evangelizar y tomar los primeros contactos.
Posteriormente introducen el castellano e incluso el latín. Además implantaron
modos de vida y de organización social que perduraron mucho después de su
expulsión por parte del atemorizado imperio español. Cómo no va perdurar el rico
legado jesuita en las vidas de estas personas si dicha obra sirvió también como
un refugio contra oportunistas y mercaderes de vidas humanas.
Así
pues, esa cultura chiquitana, viva y en constante transformación, es como
todas, producto de encuentros e intercambios y no así de etiquetas de pureza
racial. El aporte jesuita para la cohesión/organización de diversos grupos
humanos y la recepción de éstos para la ejecución de esa obra, hicieron posible
verdaderos enclaves de luz y esperanza en un mundo oscuro y complejo. De dicha
interacción y mezcla ahora heredamos un barroco mágicamente único, que
convierte la madera más dura en algo que parecen horcones maleables de
caramelos, y en medio de nuestras selvas suenan las melodías de lugares
lejanos, que se han hecho propias y características de una identidad que nació
haciendo temblar a poderosas estructuras, que no han podido silenciar a los
violonchelos y al deseo de un mundo mejor.
Lo
que llamamos cultura chiquitana es producto de siglos de mezclas y cambios, que
moldean hasta hoy rasgos de identidad, de patrimonio y de orgullo para millones
de individuos de origines diversos, pero habitantes de un mismo lugar. Es una
preciosa pieza en un rompecabeza gigante y en constante interacción entre sus
partes, aunque le pese a quienes encasillan, etiquetan y reducen la realidad a
categorías inertes y vacias de contenido.
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