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February 4, 2017

Chiquitano, mestizo, mundial

Póngame chiquitano –le dije –. Joven usted no es chiquitano –me respondió –. Soy, además cómo puede saber qué es uno a ojímetro –insistí –. Bueno ya, pero que conste, usted lo pidió  –me advirtió como si estuviera cometiendo un error –. Hace unos días fui a renovar mi carnet de identidad y me despertó la curiosidad ver que entre los datos que llenan los funcionarios hay un apartado de “identificación cultural”. La señora que me estaba atendiendo puso por defecto “ninguno”, lo cual no me agradó, porque la categoría mestizo y la riqueza que conlleva, en definitiva, no es lo mismo que ninguno. Además, me parece de muy mal gusto etiquetar a los ciudadanos de un país por etnia o raza, considerando las heridas que han ocasionado ese tipo de prácticas en pasados no tan lejanos.





A decir verdad, me gustó la idea de tener mi carnet con identificación cultural chiquitana e insistí en que así sea, porque soy un admirador de la obra jesuítica y de la nobleza de la gente que acogió e hizo posible sus proyectos con trabajo duro, aceptación de una nueva religion, aprendizaje de música, arte, trabajo de la tierra y aplicación de un sentido de comunidad sui generis. Sin embargo, deseé tener mi carnet con identificación cultural chiquitana, porque encarna un ejemplo de contradicción en el juego que los ingenieros sociales practican en nuestro país: que consiste en ignorar que somos una sociedad diversamente mestiza.

En efecto, lo que llamamos cultura chiquitana es producto de una preciosa mezcla de la tenacidad y espíritu aventurero de la orden jesuita y la apertura de las gentes de la zona, que incluso entre ellos tenían diferencias idiomáticas y culturales. Los jesuitas acuñan el termino chiquitano y aprenden la lengua predominante para, basada en ella, evangelizar y tomar los primeros contactos. Posteriormente introducen el castellano e incluso el latín. Además implantaron modos de vida y de organización social que perduraron mucho después de su expulsión por parte del atemorizado  imperio español. Cómo no va perdurar el rico legado jesuita en las vidas de estas personas si dicha obra sirvió también como un refugio contra oportunistas y mercaderes de vidas humanas.

Así pues, esa cultura chiquitana, viva y en constante transformación, es como todas, producto de encuentros e intercambios y no así de etiquetas de pureza racial. El aporte jesuita para la cohesión/organización de diversos grupos humanos y la recepción de éstos para la ejecución de esa obra, hicieron posible verdaderos enclaves de luz y esperanza en un mundo oscuro y complejo. De dicha interacción y mezcla ahora heredamos un barroco mágicamente único, que convierte la madera más dura en algo que parecen horcones maleables de caramelos, y en medio de nuestras selvas suenan las melodías de lugares lejanos, que se han hecho propias y características de una identidad que nació haciendo temblar a poderosas estructuras, que no han podido silenciar a los violonchelos y al deseo de un mundo mejor.


Lo que llamamos cultura chiquitana es producto de siglos de mezclas y cambios, que moldean hasta hoy rasgos de identidad, de patrimonio y de orgullo para millones de individuos de origines diversos, pero habitantes de un mismo lugar. Es una preciosa pieza en un rompecabeza gigante y en constante interacción entre sus partes, aunque le pese a quienes encasillan, etiquetan y reducen la realidad a categorías inertes y vacias de contenido.

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