Me gustó de
sobremanera que en la concentración del pasado 21 de febrero en la plaza
principal no haya habido espacio para
los discursos de siempre. La victoria del No en el referéndum de 2016 fue de la
gente, que sin partidos y sin caudillos supo canalizar su descontento con la
mejor herramienta que le brinda el sistema democrático: el voto. Por tanto, en
la celebración solo cabía eso: gente, ciudadanos de a pie, que reafirmaron su repudio
a los liderazgos mesiánicos y a los prorroguismos, dañinos para todo sistema
administrativo, sea público o privado.
En efecto, no
cabían discursos porque es una contradicción con la esencia que hizo posible la
victoria del No. El triunfo en el referéndum es producto de un rechazo a los
que se creen indispensables e insustituibles, cualquier sea su color o signo
político. No se trata solamente de un rechazo a un partido o una persona en
concreto, sino a cualquiera que ose pretender eternizarse en el poder.
Al margen del
tema político, lo que más me gustó del evento es que confirma que la palabrería
vacía cada vez tiene menos cabida. En Latinoamérica estamos muy acostumbrados a
los discursos largos, repetitivos y sin hilo conductor. Desde el líder
religioso, los maestros de escuela, hasta los políticos de oficio; la gran
mayoría de ellos abusa del tiempo que tienen para hacer uso de la palabra y
termina ocasionando una ineficiencia crónica en los eventos que comandan. Como
dijo Baltasar Gracián: "Bien está dos veces encerrada la lengua y dos veces
abiertos los oídos, porque lo bueno, si breve, dos veces bueno; y aun lo malo,
si poco, no tan malo”.
Dirigirse a un
público de manera oral es algo complejo, que requiere de práctica para que lo
que se quiera decir se entienda como tal. Si bien algunos pueden nacer con
habilidades innatas, todos necesitamos ejercitarlo. Divagar y no tener un
esquema escrito, hacen que suframos largas peroratas innecesarias y, por
último, que nos quedemos con el mensaje equivocado o simplemente no registremos
nada en nuestro disco duro.
Por esa razón me
gustó muchísimo que no haya habido los discursos de siempre en la celebración
por el aniversario del 21F. Porque es un síntoma de que algo está cambiando. La
no cabida para lo tradicional y rancio, en este caso la palabra sin contenido,
es un indicador clave relativo al abandono del populismo de cualquier índole y
el trato a las personas como si fueran un rebaño de ovejas.
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