Hace siglos uno de los mayores obstáculos que tenían las personas
comunes era la falta de información. El acceso a las fuentes, bien informales (de
contactos), bien formales (estudios, manuscritos, tratados, etc.), era un
restringido privilegio. Los vaivenes de la política y sus oscuros tentáculos de
corrupción y abusos de poder eran solo conocimiento de una cúpula muy selecta
de aristócratas.
Por ello, la gente se veía obligada a recurrir al mito para explicar sus
fenómenos políticos, sociales y económicos. Por ejemplo, las pestes o las malas
cosechas eran castigos de Dios por el mal comportamiento y los avances o retrocesos
militares eran señales divinas hacia el monarca y el pueblo.
Es por eso que las rebeliones populares tardaban décadas en producirse
y, generalmente, los encargados de pagar los platos rotos eran personas que
poco habían tenido que ver con la causa del malestar social. No fue el rey sol,
Luis XIV, con su ostentoso gasto militar ni mucho menos, Luis XV, con su
derroche en lujuriosas fiestas y palacios, quienes sufrieron las consecuencias
de la revolución francesa, sino más bien el joven Luis XVI y su esposa María
Antonieta los que se enfrentaron a una crisis incontenible de caldeado ambiente
social de traición entre sus círculos y de hambre extrema entre sus súbditos.
Sin embargo, ahora las cosas son distintas. Con el surgimiento de los
medios de comunicación de masas, como la radio, la televisión y, más
recientemente, las redes sociales, la escasez de información ha dejado de ser
un problema. En efecto, el problema de la escasez de información ha dejado de
existir para darle paso a uno nuevo: el exceso de la misma. El gran reto
contemporáneo es, pues, saber identificar
la información fidedigna.
Afortunadamente, los meses y semanas previos al referéndum, hemos tenido
a nuestro alcance información documentada y coherente sobre corrupción en el
Fondo Indígena y sobre tráfico de influencias, ambos con daños multimillonarios
a las arcas del Estado.
Como era de esperarse, los aludidos en vez de explicar su verdad,
trataron de distraernos, nos llenaron de información irrelevante; algo así como
una mezcla de amenazas y episodios de culebrón. Por si fuera poco, se libraron
actos terroristas en El Alto, donde 6 personas inocentes perdieron la vida y la
cobarde respuesta del ministro Elío que, sin pruebas acusó y quiso sacar rédito
político de la muerte, fue una canallada digna de castigo, que todavía no se ha
hecho ver.
La respuesta de Juan Ramón Quintana, que habló de agentes de la CIA, ante
las denuncias bien fundamentadas de Carlos Valverde sobre el tráfico de
influencias, son una falta de respeto a la gente que reclama a gritos verdad y
transparencia.
Además, las ya celebres declaraciones de nuestro vicepresidente, sobre
la fuga del sol y la luna ante la victoria del No, son un anacronismo vulgar,
una subestimación a la inteligencia de sus seguidores y de todos en general;
son una muestra de que algunos creen que pueden seguir gobernando desde el
mito, sacando beneficios de la ignorancia y de la falta de información.
Sin duda, la ciudadanía bien informada, usando las redes sociales como
arma, puede hacer frente a enormes gastos en campañas y a viejas formas de hacer
política. En el caso boliviano, estos instrumentos han servido como el
contrapeso necesario, que no pudo ser brindado por partidos opositores, para
salvar un sistema democrático basado en la alternancia y la constante vigilancia
hacia los funcionarios estatales.
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