El 22 de octubre en Otawa, un soldado
canadiense fue abatido a tiros a manos de un yihadista mientras hacía guardia en un
monumento de la ciudad. Como es lógico, el suceso conmovió a la
sociedad canadiense, que no está acostumbrada a
extremismos violentos ni a hechos de sangre.
Los días posteriores estuvieron marcados por manifestaciones de repudio de la
población hacia la violencia y declaraciones de
autoridades que se compadecieron de la familia afectada. En esos momentos de crispación, de sentimientos exaltados, en
los que se busca explicación a la sinrazón y no se la encuentra, la gente
reacciona dominada por las pasiones de forma irracional y violenta,
haciéndole un favor al círculo del odio y la ignorancia. Esas reacciones no son
aceptables, pero sí entendibles.
Sin embargo, hay excepciones y es
bueno mencionarlas, aplaudirlas y hacer el esfuerzo por aprender de ellas.
Aprovechando el pesaroso ambiente, tres jóvenes canadienses decidieron llevar a
cabo un experimento social. Se propusieron fingir conversaciones subidas de
tono en espacios públicos de alta circulación, entre un individuo vestido
de túnica (aparentemente musulmán) y otro de tez blanca.
El joven blanco increpó al de la
túnica, le reprochó de forma violenta su vestimenta y le instó a
cambiarla. La gente de alrededor, sorprendida, empezó a reaccionar.
Una muchacha reprochó al joven
agresor diciéndole que no se puede juzgar a los demás por su forma de
vestir, otra persona, indignada, le dijo que ser musulmán no implica ser
fanático y, por último, hubo uno que no soportó la intolerancia y la forma del
reproche y le dio un puñetazo al supuesto racista para que se fuera del
lugar.
Cuando vieron que las cosas se
salieron de control los encargados del experimento trataron de gritar que todo
era un montaje, pero fue demasiado tarde para que la gente aludida escuchara,
la agresión ya estaba consumada. El muchacho que recibió el puñetazo, a pesar
de quedar con la nariz ensangrentada, era el más feliz por demostrar que la
gente no siempre actúa bajo prejuicios y simplificaciones.
Aquella valiente iniciativa nos
muestra que hay comunidades que enfrentan problemas complejos alejados de
visiones llanas y unilaterales. No es que los canadienses cuenten con una
supremacía moral respecto al resto. Simplemente se trata de un pueblo educado
del que se puede aprender mucho. Educar desde la familia, con normas mínimas de
convivencia, como el respeto a la diferencia y al disentimiento, sirve para
construir las bases de una sociedad en que la armonía y la justicia no resulten
una lejana fantasía, además, es el mejor antídoto para librarse del
empoderamiento de los demagogos
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