La reciente abdicación del rey
Juan Carlos ha generado un vendaval de opiniones de diversa índole. Sin ir muy
lejos, en el ámbito local aparecieron quienes, horrorizados, se preguntaron
cómo era posible la existencia de un sistema monárquico en pleno siglo XXI.
Despotricaron, con mucha razón, contra el rey caza elefantes, contra el privilegio de sangre y contra los recientes escándalos de corrupción que involucran a su yerno y a su hija.
Despotricaron, con mucha razón, contra el rey caza elefantes, contra el privilegio de sangre y contra los recientes escándalos de corrupción que involucran a su yerno y a su hija.
Mi talante liberal me empuja
también a compartir el rechazo hacia todo tipo de acción corrupta, sobre todo
hacia aquellos negociados en beneficio propio con bienes estatales y hacia
cualquier clase de privilegio de unos hombres sobre otros, en especial el
privilegio de sangre.
Sin embargo, aquellos vicios
lejos de ser exclusivos de un sistema monárquico, son propios de todos los
sistemas de gobierno: repúblicas federales y unitarias, monarquías
constitucionales y absolutas, incluso, para sorpresa de algunos, estados
plurinacionales.
No son los sistemas los que
carecen de hábitos virtuosos, sino los hombres que los componen. Por ello es
fundamental el desarrollo del Imperio de la Ley: instituciones fuertes e
imparciales que no permitan que en nombre de un vulgarizado bien común se
cometan injusticias, como la corrupción, el gasto suntuoso y el endiosamiento
de simples mortales.
Está claro que España no es una
referente en transparencia, no obstante, recientemente se ha imputado a la
infanta Cristina, hija de Juan Carlos de Borbón, por los supuestos delitos de
blanqueo de capital y fraude fiscal. Aquello es una gran muestra de madurez institucional
y arroja un mensaje claro sobre la igualdad de los hombres ante la ley, cosa
tremendamente difícil, por no decir imposible, en Bolivia.
Las personas que, con razón,
critican los privilegios de dicha monarquía europea, debieran también, por
coherencia, cuestionar a nuestros monarcas absolutos locales, que creen que por
haber sido elegidos democráticamente pueden actuar abusivamente; podemos
empezar por algunas administraciones municipales y terminar por el gobierno
nacional. En este país investigar seriamente a los todopoderosos que se
benefician de manera desleal con licitaciones y contratos de empresas públicas
es algo que no puede ni siquiera pensarse.
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