Expansión, poder, prestigio, gloria, son algunos de los conceptos que más atraían al grueso de la población, especialmente a los gobernantes.
Por ello, no resulta extraño que
en muchos casos, los poderosos imperios modernos no cumplan a cabalidad el
tópico de ocupación de territorios rentables en materias primas o mano de obra.
Ese afán de gloria hizo que las potencias no desistieran de su labor
colonizadora a sabiendas de la ineficiencia y el déficit que ésta acarreaba.
Son cosa común, los destinos manifiestos, el pretexto de la misión divina para
civilizar el mundo desconocido, la grandeza de la raza y el gobernante.
Gonzalo Redondo afirma que por
encima de toda motivación económica, lo que jugó en la expansión colonial fue
el nacionalismo; el imperialismo fue precisamente la culminación
ideológica de la grandeza nacional. No
por nada el imperialismo, en especial el imperialismo positivista, hace gala de
pomposas declaraciones de orgullosa autarquía proteccionista, impone el
servicio militar obligatorio para defender la “patria”, si es necesario hasta
derramar la última gota de sangre, o enseña la historia y la geografía bajo
sesgados criterios patrióticos.
Sin duda, no es lícito mirar los
hechos desde un solo punto de vista, la empresa colonizadora fue un cúmulo de
abusos monstruosos, de egoísmos, pero también de generosidades, de entrega
altruista de organizaciones, que precisamente protegieron al nativo de la
insaciable codicia de algunos personajes estancados en la mentalidad de su
tiempo.
Ahora bien, es difícil de
entender a los que hoy se autodenominan anti-imperialistas, pero abanderan en
su propia tierra, los principios más descartables del imperialismo
nacionalista. El proteccionismo ineficiente, el anacrónico servicio militar
obligatorio en aras de la “patria”, el atropello a grupos étnicos minoritarios,
el endiosamiento del líder de turno y el Estado, entre otras grotescas
contradicciones.
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