Es una de las esferas en las que el hombre moderno logra descubrir su vocación de ir más allá del límite, donde lo importante es que el ejercicio de la libertad y las ansias de superar y superarse se den dentro de los límites de la regla.
“¡Demasiado alto, demasiado
rápido, demasiado fuerte!” es el nombre del capítulo, contraposición de la
célebre frase acuñada para los primeros juegos olímpicos modernos: “Más alto,
más rápido, más fuerte”. Finkielkraut señala que la evidente pérdida de
interiorización de la norma, ha hecho que reine la desconfianza, ya no sabemos
si gana el mejor o el mejor dopado. El hecho de haber convertido al
deportista en un dígito, en una marca, ha ocasionado que aquellos campeones que
antes encarnaban el rechazo a encerrarse en un límite, pasen a simbolizar el experimento
de lo pos-humano.
Esa manera generalizada de
considerar el éxito -no solo en los deportes- como algo unilateral, ha hecho
que el sentimiento de competencia que debe convivir con una regla grupal, entre
en franca contradicción. El problema no es la hermosa competitividad humana,
sino el rompimiento de aquellas normas que hacen posible el desafío.
Si extrapolamos esta
desorientación a otros ámbitos de acción, podemos comprobar que es un problema
generalizado: ya sea en la empresa, en el mundo académico, en los medios de
comunicación o en la política, ese afán de querer ser el más poderoso,
atropellando principios éticos universales, hace que la palabra no valga, que
el honor quede obsoleto, que reine la desconfianza, la corrupción y la avaricia.
Sin duda, hace que los primeros no sean los mejores, sino los que han sabido
romper normas, mintiendo, acusando sin fundamento y chantajeando.
Urge acabar con la imagen
artificial e idealizada del triunfo, que nos venden como una panacea para la
felicidad. Mostremos lo bello y humano del fracaso, lo importante y digno de
ganar algo con trabajo duro, de dar la mano al que se cae y de decir
rotundamente no al tramposo, que insistentemente nos invita a caer en su juego.
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