Me habían hablado de las procesiones, del encanto de la ciudad, del llanto de los fieles –a veces también de los no fieles–, y de los piropos que lanzan los sevillanos a su virgen “más querida y más guapa”, la famosa Macarena.
Todo era cuento y recomendación,
hasta que me vi inmerso con amigos, corriendo de un lado a otro en horas de la
madrugada, viendo espectáculos de devoción, de cariño y de respeto,
verdaderamente únicos. La sincronización, el orden y el silencio, eran norma
que se cumplía a cabalidad por propios y extraños. Ni que hablar de la
elegancia de la gente, que con saco, corbata y una sonrisa de oreja a oreja,
hacían de ese paisaje nocturno un evento inolvidablemente agradable y fraterno.
La noche pasó volando, como pasan
los buenos ratos, el hambre y el agotamiento ocupaban un segundo plano; la
curiosidad de turista y la buena charla se impusieron en todo momento. Tan
buena y espontánea fue la conversa, que todavía pienso en cosas que escuché y
difícilmente olvide. Por ejemplo, un amigo dijo: “esto es lo que le hace falta
a Europa, bajar a Dios de arriba y hacerlo presente en nuestras vidas”.
Aquellas palabras me erizaron la piel: no dije nada. Repetí la frase en mi
cabeza una y otra vez mientras miraba la procesión, y me pareció lo más atinado
de la noche.
Dejando Sevilla, subido en el
tren, pensé nuevamente aquellas palabras y no pude evitar recordar la
advertencia weberiana, de que corremos el riesgo de pasar de una
“irracionalidad ética” a una “glaciación ética”. Precisamente, el sentimiento
de pesimismo que invade al “mundo desarrollado” se promovió quitando a Dios de
la vida diaria de una forma despiadada. Quizás sea tiempo de devolverle algo de
magia al mundo, para que tengamos en cuenta que nuestras acciones afectan a los
demás, para que tengamos noción de lo trascendental, para que dejemos de aplicar
la lógica del súper-hombre y dejemos de creer que los problemas del alma son
financieros. Hace poco mi profesor de sociología dijo, “primero se mata a Dios
y después al hombre”. Qué cierto.
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